Por: Argenis Esquipulas

Chiapas.- Este lunes por la mañana fue localizado sin vida en el penal de El Amate (CERSS No. 14) Yudiel Flores Tovar, conocido en el bajo mundo digital como “El Coyote Consentido”, aunque para otros su apodo más exacto era “El Coyote sin Sentido”. Fuentes oficiales informaron que se trató de un suicidio: se habría colgado dentro de su celda. Sin embargo, más allá de este acto final, lo que realmente estremece es el entramado de impunidad, negligencia y complicidades que permitieron que este personaje actuara impunemente durante años.

Flores Tovar había sido condenado recientemente a más de 67 años de prisión por delitos de trata de personas en su modalidad más atroz: la explotación sexual infantil. La Fiscalía General del Estado de Chiapas lo señaló como responsable de elaborar y difundir pornografía infantil, hechos que ocurrieron en el municipio de Comitán. La sentencia se dictó tras probarse su participación directa en violaciones sistemáticas a los derechos humanos de niñas, niños y adolescentes. Aun así, la justicia pareció siempre llegar tarde.

Yudiel, que se presentaba como comunicador en redes sociales y en círculos políticos locales, tejió una doble vida: por un lado, traficante de migrantes centroamericanos hacia la frontera norte del país, y por otro, un depredador sexual con nexos internacionales. Su historia es tan retorcida como reveladora de los vacíos institucionales que persisten en México.

No es menor recordar que fue detenido hasta el 20 de mayo de 2021, en un municipio fronterizo con Guatemala. Para ese entonces, ya era buscado por el FBI, con una ficha roja de Interpol sobre sus hombros. Su usuario en la red, “Ronaldfranco”, estaba vinculado desde 2010 con la difusión de 23 videos y 176 imágenes de abuso sexual infantil en sitios de Internet, lo que ya había encendido alarmas en Estados Unidos. Mientras tanto, en Chiapas, seguía operando con total libertad, incluso aprovechando su “personaje” en redes para extorsionar a funcionarios y simular un activismo que le permitía moverse sin restricciones.

Las autoridades mexicanas afirman que se suicidó, pero cabe preguntarse si su muerte no fue también una forma de silenciar lo que él sabía: una red de complicidades que, hasta ahora, permanece impune. Su traslado del penal de El Canelo a El Amate, donde él mismo advirtió a sus familiares que su vida corría peligro, solo acrecienta las sospechas.

¿Por qué fue trasladado a un penal donde se sentía amenazado? ¿Por qué alguien condenado por crímenes tan graves tuvo tantas oportunidades para continuar delinquiendo antes de ser capturado? ¿Quién permitió que durante tanto tiempo utilizara la máscara de comunicador para encubrir su verdadera actividad?

La Fiscalía General del Estado ya abrió una carpeta de investigación para esclarecer los hechos en torno a su muerte, pero el verdadero pendiente sigue siendo otro: desmantelar las redes que permitieron su actuar durante más de una década, así como garantizar justicia para sus víctimas, muchas de las cuales podrían permanecer en el anonimato, tanto en México como en Estados Unidos.

El caso de “El Coyote Consentido” no debe cerrarse con su muerte. Sería un error —y una nueva forma de revictimización— permitir que su final, envuelto en una soga y una celda, borre la memoria de los crímenes que cometió ni de las omisiones que lo permitieron. Su suicidio no es justicia: es apenas el epílogo de una historia escrita con negligencia, silencio institucional y horror.