Por: Blanca Juárez | Sin Embargo

  • Este reportaje se realizó con el apoyo de Proyecto Periplo, impulsado por Fundación Avina.

Sinaloa/Nayarit (SinEmbargo).- “Aquí no hay baño”. Por un momento, Josefa Santos deja de cortar chiles, se incorpora con un gesto de dolor y ojea el inmenso campo sinaloense. Es el primer día de su menstruación. No sabe si la pesadez que siente es por el sol que cae furioso contra ella y benevolente sobre las extensas hectáreas de cultivos en Sinaloa o por los cólicos que le acalambran el vientre.

Intenta apurarse a cosechar la mayor cantidad chiles, los cuales serán exportados a Estados Unidos. Cualquier otro día llenaría unas 10 cubetas de 10 kilos cada una, pero hoy es imposible. “La raya (salario) será como de 150 pesos”, suspira. “Cuando no tengo mi regla, hago como 250 pesos”.

La misma escena se repite con varias mujeres en ese campo y otros en Sinaloa y en Nayarit, entidades que recorrimos para este reportaje. Las jornaleras agrícolas migrantes menstrúan en condiciones indignas, insalubres y sin privacidad en los campos en los que laboran y en los albergues temporales que habitan. Y durante sus días de sangrado, ganan salarios más bajos y realizan mayores gastos.

En 2023, la industria agrícola en México generó más de 872 mil millones de pesos, según la Secretaría de Economía (SE). Las jornaleras contribuyeron a la cosecha de 271.9 millones de toneladas de alimentos, pero no cuentan con baños, agua y jabón en los campos donde trabajan.

“Caminaría muy lejos para que no me vieran”. Si Josefa Santos necesita cambiarse la toalla sanitaria no tendría baño para hacerlo, lo haría además con las manos enchiladas y enlodadas. No habría lugar para depositar la toalla ni el papel, así que los guardaría en su ropa o los dejaría ahí tirados. “Ya que salga y llegue al cuartito donde nos estamos quedando, me voy a cambiar”.

Pero la jornada se puede prolongar más de ocho horas, sobre todo, al inicio de la temporada de cosecha, como lo ha comprobado Elisa Alejandra Martínez Rubio, investigadora del proyecto Jornaleros en la Agricultura Mexicana de Exportación (Jornamex).

“Sé que hay fallas en los campos”, admite Marion Avril, presidenta de la Alianza Hortofrutícola Internacional para el Fomento de la Responsabilidad Social (Ahifores). Las empresas que conforman esa agrupación están presentes en 15 de las 32 entidades del país y producen el 60 por ciento de la exportación hortofrutícola.

Según Marion Avril, la alianza empresarial que preside ha implementado programas sobre “salud de la mujer”, relacionados con la prevención del cáncer del mama o para que se realicen la prueba de Papanicolaou. Pero “no hay estrategias claras para la parte de la menstruación” y es porque, reconoce, no habían advertido su importancia.

La menstruación ha sido silenciada y estigamatizada y aunque desde hace décadas mujeres y colectivas feministas luchan por normalizarla, visibilizarla en todos los espacios, resignificarla y reivindicarla, todavía pensamos muy poco en ella.

“Ahora veremos cuál podría ser una estrategia para concientizar a los productores” sobre los baños y la menstruación, se compromete Marion Avril. El Consejo Nacional Agroupecuario (CNA), otro organismo que articula a empresas agrícolas, podría contribuir también a estos cambios y se buscó una entrevista con ese organismo, pero no obtuvimos respuesta.

La Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) también se negó a responder sobre qué acciones concretas ha llevado a cabo para garantizar que las mujeres jornaleras migrantes puedan menstruar de manera digna en los campos agrícolas donde laboran, así como en los albergues temporales que habitan. Tampoco sobre cuántas inspecciones laborales ha realizado en esos centros de trabajo y qué resultados han tenido.

Previo a que se convirtiera en Secretaría, el Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) tampoco quiso informar sobre si ha advertido esta situación y de qué manera contribuye a garantizar los derechos sexuales y reproductivos de las jornaleras agrícolas migrantes.

Foto: Blanca Juárez

GUADALUPE

Un dolor extraño en el vientre, como de hervor que no quema, precedió el sangrado. A una le sorprendió mientras cosechaba fresas, a otra cuando se escondía de los golpes de su padre en casa de su hermana mayor, alguna más dormía todavía. Ninguna de las adolescentes jornaleras migrantes sabía qué le pasaba, creían que su vida se escurriría entre sus piernas.

Supieron luego que aquello no era la muerte, sino la menstruación. Lo escucharon de las pláticas entre las mayores, por una empleada de farmacia, por sus hermanas o sus madres. Entendieron que cada mes volverían a sangrar.

Es parte de la vida de las mujeres, les dijeron. Lo comprendieron y, por lo tanto, interiorizaron que debían soportar las duras condiciones en silencio y solas. Eso vivieron sus abuelas y sus madres, eso les tocaba a ellas y las que vienen, ¿o no?

No. Eso ya no es lo que quieren para sí mismas y sus hijas. “Que las muchachas y niñas de hoy tengan más conocimiento sobre esa menstruación, porque a veces a tu mamá le da pena, le da pavor, piensa que hiciste algo malo”.

Guadalupe Soto tiene 36 años de edad y tres hijas. A los 14 años, estando en la pisca de fresas en Baja California, sintió que un líquido le escurría.

“Mi mamá no había platicado, por eso me espanté cuando se me bajó”. A quien le pudo contar fue a su hermana mayor. “A las mujeres así nos pasa”, la tranquilizó, pero no le dijo más. Los primeros meses usó papel de baño o trapos. “No sabía qué se usaba y luego mejor fui otra vez con mi hermana, ya me dijo entonces que comprar unas toallitas en la farmacia”.

Las toallas son el principal producto que utilizan actualmente las jornaleras agrícolas. Muy pocas utilizan tampón porque tienen miedo de introducirlo y las condiciones no son óptimas para que lo hagan, pues no siempre hay un baño donde puedan entrar para tener privacidad y al colocarlo, hay contacto con la vulva y no tienen agua y jabón para lavarse bien las manos. Bajo esas circunstancias la copa menstrual simplemente no es una opción.

LAS JORNALERAS EN CIFRAS

Para el primer trimestre de 2024, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) reportó que había más de 5.3 millones de personas trabajadoras agrícolas. De ellas, 805 mil 093 son mujeres, es decir, el 15 por ciento del total.

“No hemos calculado el dato, derivado a muchos factores, sobre todo por la movilidad laboral y la rotación. Pero el promedio por empresa ronda los dos mil trabajadores (por temporada), de ellos cerca del 40 por ciento son mujeres”, señala una comunicación de Ahifores.

El número se eleva 600 mil en las empresas de berries (frutos rojos) y a 300 mil en las aguacateras, donde también aproximadamente el 40 por ciento lo conformas las mujeres jornaleras, agrega.

Es complicado conocer el número real de la fuerza laboral agrícola debido a que buena parte es migrante y la gran mayoría está en la informalidad. Según la Red Nacional de Jornaleros y Jornaleras Agrícolas (RNJJA), sólo el 3 por ciento cuenta con contrato.

Lo anterior se acentúa en el caso de las mujeres. En muchas empresas, los salarios de esposas, hijas e hijos se entregan al hombre, quien es visto como cabeza de familia. Eso contribuye a la invisibilización de las mujeres, adolescentes e incluso infantes en las estadísticas.

Pero con los datos oficiales disponibles sabemos que al 46 por ciento de las jornaleras les pagan menos de un salario mínimo al día, según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) para el primer trimestre de 2024.

Y de acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), el 60.5 por ciento de la población jornalera vive en pobreza. De ese universo, dos de cada 10 jornaleros y jornaleras viven en pobreza extrema.

Más de la mitad de las familias jornaleras proviene del campo, según el CECIG. Pero políticas globales, como la Revolución Verde que en los años 50 introdujo nueva tecnología para masificar la producción agrícola, y luego las privatizaciones del neoliberalismo, desmantelaron las economías rurales, explica Elisa Alejandra Ramírez. Por eso las familias se ven obligadas a migrar.

“Hablamos de un proceso de empobrecimiento a nivel estructural, en sus comunidades de origen no tienen opciones de trabajo. En sus hogares necesitan más de un ingreso, ése es el principal motivo por el que las mujeres migran, según nos han dicho”, dice la investigadora.

A partir de las reformas estructurales de gobiernos neoliberales, más mujeres se incorporaron a este trabajo.

Foto: Blanca Juárez

DAMIANA

“Mi historia es muy triste: mi papá nos maltrataba, le pegaba a mi mamá”. Damiana Vázquez abraza a su hija de dos años de edad mientras tranquiliza con la mirada a su otra hija de 11 años.

Ya oscureció. En el albergue para familias jornaleras, donde Damiana habita desde hace cinco meses, las mujeres preparan el almuerzo que se llevarán al campo al día siguiente. Son los últimos días del corte de tomate en Nayarit, pronto volverán a sus casas en Guerrero después de cinco meses fuera.

Damiana Vázquez tiene 36 años de edad y muchos de ellos los ha pasado migrando. “Me fui para ya no sufrir los maltratos de mi papá”. A los nueve años salió de su comunidad rural para vivir con su hermana mayor, de 19 años, en la Ciudad de México.

“Cumplidos mis 12 años se me bajó. No supe qué era y me dio miedo, a lo mejor me voy a morir, dije entre mí”. La palidez de su rostro por el susto la delató ante su hermana.

“Eso le pasa a todas las mujeres, no te espantes, dice. Eres mujer y así te va a pasar. Pero eso, dice, nomás te va a pasar cada mes, no digas que ya siempre lo vas a tener. No, ése se te va a quitar pasando cuatro o cinco días, dice. Y sí, se me quitó”. Aquel día su hermana también le habló de otros temas.

– De ahora en adelante te tienes que cuidar mucho. Si un hombre quiere que te acuestes con él, no lo hagas porque te vas a embarazar.

“Despues me regresé a mi pueblo, y de allí me enfermé de un quiste en el ovario, tenía yo 16 años”. Pero su abuela paterna creyó que Damiana estaba embarazada y que le practicarían un aborto.

– Te ves hombre y fuerte, pero ya no mandas en tu casa porque tu hija ya se embarazó.

“Mi papá me pegó bien feo. Llegó mi mamá y le pegó a ella también porque según yo estaba embarazada”.

– ¡Eso no es verdad! Tu hija tiene una enfermedad, el viernes se va a internar porque el tumor ya está avanzado.

Damiana Vázquez llegó al hospital golpeada, humillada, asustada y salió de ahí adolorida y sin un ovario.

MICAELA Y GRACIELA

“Existen empresas agrícolas o empleadores que les brindan sanitarios móviles”, los cuales pueden o no contar con agua y jabón, dice Margarita Nemecio, quien lleva casi dos décadas acompañando y defendiendo a las familias jornaleras.

Como sea, dice la coordinadora Derecho al Trabajo Decente del Centro de Estudios en Cooperación Internacional y Gestión Pública (CECIG), los baños están lejos los surcos “por inocuidad e higiene de los productos que cosechan. Así que les toma varios minutos llegar a ellos”.

Pero si se ausentan, “les hacen descuentos a su salario o les llaman la atención, así que no pueden cambiarse la toalla las veces que lo necesiten”.

La posibilidad de salirse del surco es casi nula, dice Elisa Alejandra Martínez, de Jornamex. “Lo que pisques es el ingreso que vas a tener esa semana, eso hace que ese trabajo sea intensivo y que las salidas al baño sean las mínimas”.

Camino al campo agrícola, desde el albergue, en Nayarit, Micaela Solís recuerda un día en que casi se desmaya de dolor mientras trabajaba. Comenzó a menstruar ya grande, dice, a los 15 años; ahora tiene 19 y los malestares se han ido intensificando.

Aún no amanece, pero Micaela y decenas de familias jornaleras ya van rumbo al trabajo, en un autobús jubilado de una escuela gringa. “Fue hace como cuatro meses, era mucho el dolor”, recuerda entre salto y salto del camión. Aquel día, mientras trabajaba, los cólicos aumentaron, tuvo que regresar albergue. Cosechó muy poco, ni 50 pesos generó, pero pagó 200 pesos para que un taxista del pueblo más cercano fuera por ella al campo y la llevara al albergue.

“Los primeros días no le quiero echar ganas, me da flojera y me duele mi espalda”, dice Graciela Solís, la hermana menor de Micaela. Tiene 16 años y no va a la escuela porque trabaja como jornalera agrícola.

En esta temporada agrícola, comparten una habitación de cuatro por cuatro metros cuadrados con su hermano José y su papá Jerónimo. Es la vivienda temporal que les provee la empresa agrícola. Nadie ahí tiene privacidad, pero a Graciela le apena mucho sacar una toalla sanitaria frente a su papá y su hermano. Tampoco le parece un buen lugar para que platiquemos, así que me invita a salir.

En el patio del albergue, la voz de la adolecente se oculta entre otras pláticas o en las carcajadas de niñas y niños. “A mi prima sí le cuento porque nos tenemos confianza. La otra vez le dije: no le voy a echar ganas. ¿Será porque te terminaron?, me dice. No, le digo, es porque ando en eso”.

Graciela Solís no experimenta fuertes cólicos, como su hermana, pero sí dolor de espalda y agotamiento. Empezó a menstruar a los 13 años y a partir de entonces, faltó cada mes a la telesecundaria. Le aterraba la idea de mancharse y que la vieran.

Según la Primera Encuesta Nacional de Gestión Menstrual, levantada por la compañía Essity, la colectiva #MenstruaciónDignaMéxico y Unicef, el 20 por ciento de las adolescentes, mujeres y personas con capacidad de menstruar no asisten a clases cuando menstrúan o lo han faltado alguna vez.

Pierden días de escuela y pierden salarios. Y en las tiendas de los albergues o las que están cercanas a los campos agrícolas, las toallas sanitarias se vendena un precio elevado, señala Margarita Nemecio.

En enero de 2024 entró en vigor una reforma a la Ley Federal del Trabajo, la cual reconoce a las jornaleras y los jornaleros agrícolas como trabajadores esenciales para la seguridad y soberanía alimentaria de México.

Derivado de ese cambio, el artículo 283 ordena a las empresas proporcionar “servicios sanitarios adecuados e independientes a cada sexo, en cantidad suficiente y proporcional al número de personas” en el campo y vivienda digna temporal, la cual debe contar con “agua potable, baños, regaderas, lavaderos y comedores”.

Sin embargo, en los albergues de las compañías, “por lo general los baños son colectivos. Algunos, aunque tienen señalización para ‘mujeres’, son espacios mixtos porque ahí mismo están las regaderas, o no tienen puertas, o las cerraduras no sirven”, describe Margarita Nemecio.

Y en cuanto a las viviendas, las diminutas habitaciones tiene a las familias en hacinamiento. Todos y todas las integrantes duermen en un petate o una cobija, agrega la activista. Si acaso un mosquitero “divide simbólicamente unos centímetros entre petate y petate. En esos espacios no se habla de dolores o malestares menstruales”.

BERNARDA

“Yo pensé que algo dentro de mí se rompió y me asusté mucho. Y sí le pregunté a mi mamá”. Bernarda Lara tenía 13 años de edad y cinco como trabajadora jornalera agrícola. Desde bebé viajaba con su familia a los campos del norte y centro del país donde su mamá y su papá trabajaban. Cumplidos los 8 años también ella empezó a piscar.

México es el país del continente con mayor trabajo infantil. Hay más de 3.7 millones de niñas, niños y adolescentes laborando en ocupaciones peligrosas o no aptas para su edad, según la Encuesta Nacional de Trabajo Infantil (ENTI).

“Pero mi mamá no me explicó. Antes no nos contaban por pena, miedo o por no tener conocimiento”. Andaban en Morelos, recuerda Bernarda Lara, desde la Casa de Jornaleros Agrícolas Migrantes, un albergue en Tlapa, Guerrero, para las familias que parten desde ahí hacia cualquier campo agrícola del país.

Estaba trabajando y no sabía qué hacer, se alejó de la cuadrilla de trabajadores, se quitó el paliacate que llevaba en la cabeza y lo metió entre el calzón y cuerpo. Los siguientes días se puso otros trapos que luego tiraba a escondidas. “Un día fui a una farmacia y le pregunté a la señorita que atendía ahí. Ya me dijo que eso nos pasa a todas las mujeres y me dio un paquetito de toallas, así supe qué era lo que me pasaba y cómo me iba a cuidar”.

Bernarda Lara ha trabajado en al menos 10 entidades del país. “En la mayoría de los campos no hay baños o nomás hay uno, o no son adecuados, digamos, para cambiarnos la toalla”.

Por supuesto, no es para lo único que requieren un sanitario. “A veces orinamos en el suelo, en suelos que están contaminados con químico y eso nos trae muchas enfermedades, infecciones vaginales. Nos trae muchas cosas porque tu mano está sucio con químico. Te dañas por adentro tu organismo”.

La jornalera agrícola tiene ahora 40 años, en un tiempo comenzará la menopausia. “Sí he escuchado esa palabra, dicen que es es más fuerte que la menstruación. Pero la verdad no sé bien qué es”.

QUE SE ACABE LA VERGÜENZA

De lo poco que han oído sobre la menopausia, las hermanas Micaela y Graciela Solís piensan que “le pasa a las viejitas”, aunque no saben bien qué les sucede.

Las adolescentes están ansiosas y felices porque en un par de días volverán a la montaña de Guerrero, con su mamá y sus hermanos pequeños. A una de sus amigas le tocará menstruar cuando vayan de regreso y saben lo incómodo que es eso. Los viajes duran casi un día y aunque en el camino pueden encontrar baños públicos en las gasolineras, es el chofer quien decide si para el autobús o no.

Al llegar a casa, Micaela buscará atención médica para saber por qué se siente tan mal cada vez que menstrúa. Graciela planea descansar y cuando le toque menstruar, no saldrá para nada, dice.

– No voy a salir ni para comprar las toallas. Yo nunca voy, va mi hermana o mi mamá. A mí me da pena, pero a Micaela no.

– ¿Qué pena me va a dar? ¿Por qué? Si vas a ir por toallas, me dice mi hermana, diles que te las pongan en una bolsa negra. No, le digo, lo voy a traer sin bolsa. Yo no tengo pena, le digo, la gente ya sabe que somos mujeres y eso nos pasa.

Y si se les olvida, que lo recuerden.