Miriam Rodríguez empuñó la pistola en su bolsa al correr entre el gentío matutino en el puente internacional hacia Texas. Cada tanto se detenía para recuperar el aliento y mirar la foto de su próximo objetivo: el vendedor de flores.
Lo había asediado durante un año, acechándolo en línea, interrogando a los delincuentes con los que trabajaba e incluso trabando amistad con parientes que no sospechaban que lo que Miriam Rodríguez buscaba era saber su paradero. Ahora por fin tenía una pista: una viuda la había llamado para decirle que vendía flores en la frontera.
Desde 2014, Rodríguez rastreaba a los responsables del secuestro y asesinato de Karen, su hija de 20 años. La mitad de ellos ya estaban en la cárcel, no porque las autoridades hubieran hecho su trabajo sino porque ella los persiguió por su cuenta, con una meticulosa obsesión.
Se cortó el pelo, se lo pintó, se hizo pasar por encuestadora, trabajadora de salud y funcionaria electoral para conseguir los nombres y direcciones. Inventó excusas para conocer a sus familias: abuelas y primos que, sin saber, le daban los más mínimos detalles. Los registraba en un cuaderno que guardaba en el maletín negro de su laptop con el que hizo la investigación y los rastreó, uno por uno.
Conocía sus hábitos, sus amigos, sus ciudades de origen, su niñez. Sabía que, antes de unirse al cártel de los Zetas e involucrarse en el secuestro de su hija, el muchacho había vendido flores en la calle. Ahora que estaba huyendo volvió al oficio que conocía y vendía rosas para llegar a fin de mes.
Sin ducharse, se puso una gabardina encima de la pijama, cubrió su melena pelirroja encendida con una gorra de béisbol y metió una pistola en su bolso al dirigirse a la frontera para encontrarlo. En el puente, escudriñó los carritos de los vendedores en busca de flores pero, justo ese día, el joven estaba vendiendo lentes de sol. Cuando por fin lo halló se emocionó demasiado y se acercó demasiado. Él la reconoció y corrió.
Con la esperanza de escapar, emprendió una carrera a lo largo del paso peatonal. Rodríguez, de 56 años en ese entonces, lo atrapó de la camisa y forcejeó con él poniéndolo contra el barandal. Apretó su pistola contra su espalda.
“Si te mueves te disparo”, le dijo, recuerda su familia. Lo mantuvo ahí casi una hora, esperando que la policía llegara y lo detuviera.
En tres años, Rodríguez capturó a casi todos los que habían secuestrado a su hija para pedir rescate, una galería de criminales canallas que intentaban rehacer sus vidas con diversas ocupaciones: uno había renacido como cristiano, otra era taxista, otro se dedicaba a la venta de coches y una era niñera.
En total atrapó a diez personas en una desesperada búsqueda de justicia que la volvió famosa pero vulnerable. Nadie desafiaba al crimen organizado y ni hablar de encarcelar a sus integrantes.
Le solicitó al gobierno algún tipo de protección con escoltas armados, temiendo que el cártel finalmente se hubiese hartado de sus actividades.
Semanas después de haber perseguido a uno de sus últimos objetivos, el diez de mayo de 2017, Día de las Madres, la mataron a tiros frente a su casa. Su esposo, que estaba mirando la televisión, la encontró boca abajo en la calle, con la mano en su bolsa junto a la pistola.
Para muchos en la ciudad norteña de San Fernando, su historia representa todo lo que está mal en México y lo destacable de las personas que, de cara a la indiferencia del gobierno, perseveran. El país está tan desgarrado por la violencia y la impunidad que una madre doliente tuvo que resolver sola la desaparición de su hija y murió de forma violenta por eso.
Su sorprendente campaña —relatada a través de los archivos del caso, declaraciones de testigos, confesiones de los criminales que rastreó y decenas de entrevistas con parientes, policías, amigos, funcionarios y vecinos— cambió a San Fernando, al menos por un momento. La gente se tomó a pecho su lucha y se indignó por su muerte. El municipio colocó una placa de bronce en su honor en la plaza principal. Su hijo Luis se hizo cargo del grupo que fundó, un colectivo conformado por las numerosas familias locales cuyos seres queridos han desaparecido. Las autoridades prometieron capturar a sus asesinos.
Marcada por una década de violencia, una guerra brutal entre las facciones del cártel, la matanza de 72 migrantes y el asesinato de Rodríguez, San Fernando se silenció por un tiempo, como consumida por su propia tragedia.
Hasta que en julio de este año se llevaron a Luciano Leal Garza, un joven de 14 años, cuyo caso se convirtió en el secuestro por rescate de más alto perfil desde la cruzada de Rodríguez para encontrar a su hija.
Luis, el hijo de 36 años de Miriam Rodríguez, no pudo evitar ver las semejanzas y lloró al escuchar la noticia. Igual que pasó con su hermana Karen, a Luciano lo secuestraron en la camioneta familiar. La familia del adolescente pagó dos rescates, que fue lo mismo que hicieron los familiares de Rodríguez en un intento infructuoso por liberar a Karen.
Otra vez estaba pasando.
La gente de la ciudad salió a marchar pidiendo justicia por Luciano. En brigadas buscaron palmo a palmo en los áridos matorrales. Su mamá, Anabel Garza, carismática y valiente, se convirtió en portavoz del abrumador contingente de personas desaparecidas en México —más de 70.000 a nivel nacional— y de la ola incesante de pérdidas en un país donde los homicidios casi se han duplicado en los últimos cinco años.
Pero esta vez la lucha era muy distinta. Años después de la campaña liderada por Miriam Rodríguez, cuya valentía y decisión fueron un faro para la búsqueda de Luciano, su caso también servía de advertencia sobre lo que le esperaba a quien iba demasiado lejos. A diferencia de la búsqueda incesante de Rodríguez en pos de los asesinos de su hija, los padres de Luciano no querían castigar al poderoso cártel.
Redujeron sus esperanzas a algo más sencillo: el regreso de su hijo.
“Mire, ella hizo lo que nosotros queremos hacer”, dijo el padre del muchacho, también llamado Luciano al cumplirse el tercer mes de la desaparición de su hijo. “¿Pero cómo terminó Miriam? Muerta”.
“Es el temor de nosotros”, añadió.
La cacería de una madre que busca a su hija
El walkie-talkie que colgaba del cinturón del secuestrador zumbaba repetidamente e interrumpía la súplica de Rodríguez, que le rogaba que le devolviera a su hija.
Las semanas posteriores al rapto de Karen se convirtieron en un nudo nauseabundo de llamadas, amenazas y falsas promesas. Para pagar el primer rescate, la familia de Rodríguez obtuvo un préstamo de un banco que ofrecía líneas de crédito para ese tipo de pagos.
La familia siguió al pie de la letra todas las instrucciones. El padre de Karen dejó una bolsa con efectivo cerca de un centro de salud y luego esperó, en vano, a que los secuestradores la liberaran en un panteón local.
Como tenía poco que perder, Rodríguez pidió una reunión con integrantes del cártel local de los Zetas y, para su sorpresa, accedieron. Se sentó en El Junior, un restaurante de la ciudad, frente a un joven delgado.
Era 2014, una época particularmente sombría en San Fernando. Muchos bares y restaurantes habían cerrado por miedo a las balaceras. Las fosas masivas eran tan comunes que encontrar menos de 20 restos juntos apenas ameritaba un titular.
Los Zetas, que alguna vez fueron el brazo armado del Cártel del Golfo, llevaban años en una batalla contra sus antiguos jefes. Se llevaban a inocentes para financiar su guerra con los rescates o para reclutar soldados que la pelearan. A veces, por diversión, organizaban peleas a muerte entre los cautivos.
Luis, el hermano mayor de Karen, se había marchado de la ciudad para escapar del peligro. Pero Karen se quedó para terminar la escuela y ayudar a su mamá con Rodeo Boots, el pequeño negocio familiar de indumentaria vaquera.
El 23 de enero, cuando Karen se disponía a unirse al tráfico, dos camionetas se le emparejaron, una a cada lado, y la detuvieron. Hombres armados subieron a la fuerza en su camioneta y se marcharon, con ella a bordo.
La llevaron a la casa familiar, donde Karen vivía durante la semana los días en los que Rodríguez, que también trabajaba como niñera en Texas, estaba fuera. Cuando Karen estaba en el piso de la sala, amarrada y amordazada, alguien tocó la puerta: el mecánico de su tío apareció para hacerle unas reparaciones a la camioneta de la familia.
Los secuestradores entraron en pánico y lo agarraron también a él. Después huyeron.
Ahora Rodríguez estaba frente a uno de ellos, rogándole que liberaran a Karen mientras, de tanto en tanto, su radio chillaba. Insistió que el cártel no tenía a su hija pero se ofreció a ayudar a localizarla por una cuota de 2000 dólares y Rodríguez la pagó. A través de la estática, ella por fin escuchó que alguien lo identificó por su nombre: Sama.
Después de una semana, dejó de contestarle el teléfono. Otros llamaron y decían ser los secuestradores. Necesitaban otro poquito de dinero, decían, solo 500 dólares. La familia dudaba que eso fuera a devolverles a Karen, pero igual mandaron el dinero.
Con cada pago, Rodríguez recobraba la esperanza. Y con cada intento fallido por recuperarla caía en un desconsuelo más hondo.
La esperanza es como una toxina que envenena a muchas familias de desaparecidos. Algunos se despojan de ella y pasan la página, pero otros la conservan hasta que los destruye.
Rodríguez, separada de su esposo, se fue a vivir con su hija mayor, Azalea. Una mañana, semanas después del último pago, bajó las escaleras y le dijo a Azalea que sabía que Karen no iba a regresar jamás y que lo más seguro es que estuviera muerta. Lo dijo con certeza, como quien describe un sueño.
Le dijo a su hija mayor que no descansaría hasta encontrar a la gente que se había llevado a Karen. Los cazaría, uno por uno, hasta el día de su muerte. Azalea vio cómo la tristeza de su madre se convirtió en decisión y cómo su esperanza dio paso a la venganza.
Después de eso, su madre se convirtió en otra persona.
El secuestro de Luciano
Vivir en San Fernando implica aceptar ciertas realidades.
Las familias han sufrido secuestros y los toques de queda que imponen los cárteles del mismo modo que los habitantes de las grandes ciudades toleran el tráfico y la contaminación. Rodeadas por la violencia, muchas personas viven vidas muy limitadas. Prácticamente todas las cuadras han sido afectadas: hijos que faltan, seres queridos asesinados, casas abandonadas.
Para ser una ciudad de solo 60.000 habitantes, San Fernando sufre una infamia desproporcionada, se trata de un infortunio fruto de la geografía. La ciudad se ubica a lo largo de la principal ruta al norte que atraviesa el estado de Tamaulipas. Justo en las afueras del municipio se desenreda un ramillete de carreteras, y cada una se dirige a algún cruce fronterizo estratégico con Estados Unidos. Fuera de las autopistas, los caminos de tierra en los matorrales proveen una red de rutas de contrabando que son ideales para los traficantes.
En 2010, las autoridades federales descubrieron los cadáveres de 72 migrantes centroamericanos en un rancho en las afueras de la ciudad, lo que en ese entonces se creía que era la matanza más salvaje perpetrada por un cártel.
Al menos hasta el año siguiente, cuando los secuestros descarados de autobuses de pasajeros llevaron al descubrimiento de unos 200 cuerpos sepultados en fosas masivas ubicadas en las periferias de San Fernando.
Aunque muchos huyeron para escapar de la violencia, otros se quedaron porque habían construido una vida que no iban a abandonar por los pecados de otros. La familia de Luciano se quedó.
Su abuelo, Luciano, era transportista y dueño de un negocio de camiones que empezó de la nada y de una próspera fábrica de bloques de cemento. Su padre, también llamado Luciano, era dueño de una pujante tienda de materiales de construcción. A los 14, el menor de los Lucianos les ayudaba a los dos mayores cuando no estaba en la escuela.
Como todos en la ciudad, los parientes de Luciano conocían la historia del secuestro de Karen y el trágico heroísmo de Rodríguez. Y sabían que su prosperidad los volvía objetivos francos del crimen, incluso más que la familia Rodríguez. A través de los años, varios miembros de la familia de Luciano ya habían sido raptados por dinero, entre ellos su padre, que en 2012 estuvo cautivo durante 33 días.
Los familiares tomaban precauciones y a veces monitoreaban a sus hijos con tal intensidad que parecía un sistema de vigilancia. Pero los secuestradores supieron exactamente cómo atacar.
Pasaron semanas intentando atraer a Luciano con el falso perfil en Facebook de una muchachita.
“Estás bien guapo”, decía uno de los mensajes que le enviaron desde la cuenta. “Vente para conocerte”.
Ese día llegó el 8 de julio de 2020, al acordar un encuentro fugaz en un parque. Luciano estaba cuidando a una de sus hermanas y no podía tardarse, escribió.
Fue en una de las camionetas de la familia y, en segundos, hombres armados se subieron a la fuerza, lo empujaron a un lado y se marcharon. Igual que habían hecho con Karen seis años atrás.
Durante las siguientes horas, la familia de Luciano peinó la ciudad en una búsqueda desesperada. Solo hasta que su hermana abrió la cuenta de Facebook del chico entendieron lo que había pasado.
Poco después de llevarse a Luciano, los secuestradores llamaron a su padre y pusieron al teléfono al muchacho. Lo primero que preguntó fue si sus dos hermanitas estaban a salvo.
Al día siguiente, el papá de Luciano depositó una bolsa de dinero en una brecha de tierra abandonada que corría perpendicular a la carretera, igual que había hecho el papá de Karen. Un día después, los secuestradores dijeron que querían más.
Para el segundo pago, el papá de Luciano manejó dos horas y dejó una bolsa de efectivo entre dos llantas ponchadas en una gasolinera abandonada. Cuando iba de regreso a San Fernando los secuestradores lo llamaron. Iban a entregar al chico en la casa familiar esa misma noche. Nadie durmió. Cada ruido de la calle los asustaba.
Los secuestradores dejaron de contestar el teléfono en la mañana y la familia supo que Luciano no iba a volver. Al menos no del modo que habían estado esperando.
Incluso entonces, sopesaron las inmensas consecuencias de acudir a la policía. Pero sintieron que no tenían nada que perder.
“El temor más grande que nosotros pudiéramos tener como padres pues precisamente es el de perder un hijo”, dijo Garza, su mamá. “Y eso ya nos lo hicieron”.
El descubrimiento
Todos publican fotos en redes sociales, incluso los narquillos. Miriam Rodríguez solo necesitaba que Sama se descuidara.
Ya había confirmado que él estaba involucrado con el secuestro, gracias al mecánico que se llevaron junto a Karen esa noche. El cártel nunca había tenido la intención de quedárselo y después de que lo dejaron ir, Rodríguez lo interrogó para saber cualquier cosa que hubiera visto o escuchado.
Se convirtió en detective de redes sociales y pasó horas escudriñando el perfil de Karen en busca de pistas.
Una mañana, acostada en el sofá, descubrió una foto en Facebook con la etiqueta de ese mismo nombre, Sama. Reconoció la misma complexión delgada y el rostro bien rasurado que había visto el día que comieron.
Junto a él en la imagen aparecía una muchacha con el uniforme de una heladería de Ciudad Victoria, a dos horas de ahí.
Rodríguez vigiló la tienda durante semanas hasta que se aprendió de memoria el horario de la joven y esperaba cada cambio de turno a que apareciera Sama. Cuando por fin lo hizo, ella siguió a la pareja a su casa y tomó nota de la dirección.
Pero para obligar a que la policía hiciera algo, necesitaba más que una ubicación. Necesitaba un nombre. Y para conseguirlo tenía que acercarse más.
Se cortó el pelo y se lo tiñó de rojo encendido para que Sama no la reconociera. Luego se puso un uniforme oficial que conservaba de un puesto de bajo nivel que tuvo en la Secretaría de Salud. Con una identificación que parecía oficial pasó gran parte de un día haciendo una encuesta falsa en el barrio hasta que consiguió los detalles básicos de uno de los secuestradores de su hija.
Acudió a las autoridades —locales, estatales y federales— pero nadie la ayudó. Iba a todas partes con sus archivos, como una vendedora de puerta en puerta para quien jamás había un ‘no’ definitivo.
Al final consiguió un policía federal que accedió a ayudarla.
“Nunca había visto algo así”, contó el agente al recordar el momento en que Rodríguez le mostró sus archivos y los detalles que había reunido. “Eran increíbles”, dijo el policía, que pidió que no se le identifique con su nombre porque no contaba con autorización para declarar en público.
“Había recurrido a todos los niveles de gobierno y le habían cerrado las puertas”, recordó. “Ayudarla a perseguir a la gente que se llevó a su hija me dio mucho gusto y mucho placer como servidor público”.
Para cuando el gobierno giró una orden de aprehensión, Sama ya se había fugado. Frustrada, Rodríguez redobló sus esfuerzos para identificar al resto del grupo y poco después tenía fotos de Sama posando junto a los demás.
Y luego, de pura casualidad, apareció Sama.
Era el día en que se celebra la independencia de México, el 15 de septiembre de 2014. Luis, el hijo de Rodríguez, estaba cerrando su negocio en Ciudad Victoria para ir a las celebraciones. Había un último cliente, un joven delgado que miraba sombreros. Luis dejó lo que estaba haciendo para verlo bien. Era Sama.
Llamó a su mamá y lo siguió, con cuidado de no perderlo antes de que llegara la policía. Cuando lo detuvieron en la plaza principal, Sama pataleó y gritó y dijo que estaba enfermo del corazón.
Ya en custodia, completó los detalles que faltaban en la investigación de Rodríguez y dio los nombres y ubicaciones de algunos de sus cómplices. Uno de ellos, Cristian José Zapata González, apenas tenía 18 años cuando la policía lo atrapó, e incluso para los estándares del cártel era joven.
Estuvo asustado durante el interrogatorio. Cuando Rodríguez se encontraba afuera de la sala donde lo tenían, el adolescente preguntó si podía ver a su mamá.
“Tengo hambre”, le dijo al agente.
Conmovida, Rodríguez entró y le dio al muchacho su comida, una pieza de pollo frito y luego fue a comprarle una coca. Al volver, el agente le preguntó que le había pasado por la mente.
“Como quiera es un niño, no importa lo que haya hecho, y yo como quiera soy una mamá”, respondió Rodríguez, de acuerdo a su amiga Idalia Saldívar Villavicencio que la había acompañado al interrogatorio. “Ahorita que lo oí es como si fuera mi propio hijo”.
Tal vez ablandado por su generosidad, Cristian les dijo todo.
“Estoy dispuesto a llevarlos al rancho donde los mataron donde deberían estar enterrados todavía sus cuerpos”, dijo en una declaración a la policía refiriéndose a las víctimas del grupo de secuestradores.
La búsqueda
Un tractor en ruinas señalaba la fosa en el rancho abandonado, al final de un camino de tierra. La casa de adobe tenía la fachada marcada con agujeros de bala, huellas de una balacera ocurrida meses atrás. Los marinos habían matado a seis de los cómplices según la declaración de Cristian.
Rodríguez escarbó en los restos abandonados por los secuestradores: espeluznantes manchas en mesas sucias, huesos de distintos tamaños, algunos apenas eran astillas. El nudo corredizo de una horca colgaba de la rama de un árbol retorcido.
Se quedó helada cuando encontró una pila de pertenencias personales. Una bufanda que había sido de Karen y un cojín del asiento de su camioneta estaba cerca de la parte superior.
Los forenses dijeron que Karen no se encontraba entre las decenas de cuerpos que habían identificado en el rancho. Pero Rodríguez disputó el análisis del gobierno y con razón. Al año siguiente, un grupo de científicos encontraron un fragmento de fémur que pertenecía a su hija.
La mayor parte de los funcionarios tenían un resentido respeto por Rodríguez, a pesar de que se quejaban de su vocabulario grosero y sus rudos modales.
“No todos se llevaban bien con ella”, dijo Gloria Garza, funcionaria estatal. “Pero uno respetaba la misión que tenía”.
Cuando iba de regreso, Rodríguez pasó por un restaurante de carne asada cerca de la entrada a la brecha que llevaba al rancho. Había comido ahí con Azalea apenas dos días después del secuestro de Karen.
En ese momento, una vecina del barrio a la que conocía bien, Elvia Yuliza Betancourt, había estado sola en una mesa tomando una soda. Rodríguez la saludó y le preguntó si sabía algo de Karen. Para ese momento, todos sabían. Pero Elvia se hizo la tonta, o eso pensó Rodríguez.
Cuando volvió a pasar por el restaurante se percató de que, tal vez, la muchacha sabía algo. Tal vez había estado vigilando el rancho en caso de que viniera la policía.
La angustia se convirtió en ira. Conocía a Betancourt desde que era una niña, abandonada por una prostituta del burdel local. Solía regalarle la ropa usada de Karen.
Rodríguez se fue a toda velocidad a casa y se lanzó otra vez a la investigación. Descubrió que Betancourt tenía una relación sentimental con uno de los secuestradores de Karen, que estaba en la cárcel por otro delito.
Igual que había hecho con la heladería, Rodríguez esperó durante semanas afuera de la cárcel a la hora de visita hasta que Betancourt por fin apareció. La policía llegó y la detuvo y después descubrió que algunas de las llamadas para pedir rescate se habían hecho desde su casa.
Con el pasar de los meses, Rodríguez siguió llenando el maletín con pistas que exprimía de los archivos del caso. Pero el rastro se iba haciendo más tenue.
Algunos de los culpables estaban muertos. Otros en prisión. Los que seguían libres intentaban forjarse una nueva vida como taxistas, repartidores de gas o, en el caso de Enrique Yoel Rubio Flores, como un cristiano renacido.
Miriam Rodríguez fue a Aldama, un pueblito de 13.000 habitantes y visitó a la abuela del muchacho. Con un suspiro, la anciana le dijo que el chico siempre anduvo en problemas pero que al menos ahora iba a la iglesia.
Por supuesto, Rodríguez comenzó a asistir a las reuniones religiosas. Y ahí lo encontró.
Cuando la policía llegó y lo detuvo dentro de la iglesia los feligreses apenas podían creerlo, recordó su familia. Uno le pidió clemencia a Rodríguez. Ella se rio.
“¿Dónde estaba su compasión cuando mataron a mi hija?”, dice su familia que respondió.
El despertar
El secuestro de Luciano removió algo en San Fernando.
Los residentes casi nunca denuncian el crimen organizado. El riesgo es asimétrico. Es posible que la policía no haga nada mientras que, casi con toda seguridad, el cártel sí hará algo que casi siempre es una venganza.
Muchos justifican su silencio con la creencia de que las víctimas participaban en actividades ilegales. “Andaban mal”, dice a menudo la gente.
Pero el secuestro de un niño de 14 años rompió el pacto de silencio que los cárteles tenían con la gente de San Fernando.
Así que la familia, al igual que hicieron los Rodríguez, rompió las reglas que gobiernan la reacción habitual de las víctimas en estos casos. Llamaron a amigos y ciudadanos a marchar con ellos para exigir el regreso del joven.
Organizaron brigadas de búsqueda. Y dieron ruedas de prensa.
Su mamá grabó una súplica conmovedora rogando a los secuestradores que le devolvieran a su hijo. Por toda la ciudad circulaban autos que reproducían el mensaje por altavoz.
En agosto de este año, la familia viajó a Ciudad de México a presionar al gobierno. Durmieron en tiendas de campaña en el centro y se pusieron ponchos para soportar las tormentas de la temporada.
“No nos importa la lluvia, no nos importa ya nada”, le dijo la madre de Luciano a los reporteros de la televisora local, mientras su grupo se refugiaba bajo los toldos del centro. “Ahorita lo que queremos es a nuestro hijo, saber de él”.
La presión funcionó. El gobierno mandó convoyes de soldados, policías e investigadores a San Fernando. Dos o tres veces por semana hacían búsquedas.
Atravesaron la extensa aridez de los límites de San Fernando, pero por más que buscaban no lograban cubrirlo todo. ¿Quién sabe cuántos trechos habían sido marcados con tumbas anónimas?
Luis, el hijo de Rodríguez, sabía por experiencia propia que la única manera de encontrar un cuerpo era lograr que alguien hablara. En el caso de Karen había sido Cristian, el adolescente al que Rodríguez alimentó.
La familia Leal no tenía a nadie. En septiembre, cuando la policía estatal detuvo al líder del cártel en San Fernando, se rehusó a cooperar.
Para ese entonces, la familia sabía quiénes habían planeado el secuestro: algunos de sus parientes.
Luego de rastrear el perfil falso de Facebook, la policía descubrió lo que Garza sospechaba hace mucho: que varios de sus primos estaban involucrados con el crimen organizado y se habían asociado con miembros locales del cártel para extorsionar a la familia.
Pero para entonces, los primos se habían esfumado. Y las búsquedas no conducían a nada. Ahora parecían casi superficiales, performativas.
En vez de respuestas, la familia recibió amenazas, llamadas y mensajes anónimos advirtiéndoles que dejaran de buscar. Garza ignoró las llamadas igual que Rodríguez, pero la familia pidió seguridad al gobierno.
“Ahorita estamos pidiendo seguridad y nos tienen aquí que mañana, que pasado, que espérame”, dijo el padre de Luciano. “¿Qué van a esperar, que nos maten también a nosotros?”.
Muerte el Día de las Madres
Las desapariciones socavan la naturaleza misma de la pena, al despojar a las familias de la despedida más básica. Condenados a una vida alentada por hasta el más mínimo resquicio de esperanza, el dolor circula repetidamente hasta convertirse en una especie de tortura.
El esposo de Rodríguez se convirtió enn otra persona después de la desaparición de Karen. Alguien que solía ser alegre ahora rara vez salía de la casa. Poco a poco se fue transformando, tanto física como emocionalmente, hasta que sus hijos apenas lo reconocían.
Para Rodríguez, la búsqueda de justicia era un escape del dolor. Pero le costó un precio alto.
Su campaña pública no solo amenazaba a unos cuantos secuestradores. Amenazaba el orden de las cosas en San Fernando. A menudo, sus amigos se preocupaban y le advertían que estaba yendo demasiado lejos.
“No me importa si me matan”, le dijo Rodríguez una vez a Saldívar Villavicencio “Me morí el día que mataron a mi hija. Yo quiero terminar esto. Me voy a llevar a la gente que le hizo daño a mi hija y ellos me pueden hacer lo que quieran”.
En marzo de 2017 casi dos docenas de convictos se escaparon del penal en Ciudad Victoria, donde estaban los asesinos de Karen gracias a los esfuerzos de su mamá.
Rodríguez se preocupó y le pidió protección al gobierno. La policía dijo que enviaría patrullas, de manera periódica, a su casa y a su trabajo.
Su familia no estaba conforme con esa respuesta, pero ella no dejó que eso la detuviera. Un mes antes de que la mataran, Rodríguez se fracturó el pie persiguiendo a uno de los objetivos de su lista, una muchacha que se había ido a trabajar como niñera a Ciudad Victoria.
Como acostumbraba, Rodríguez pasó días estacionada afuera de la casa de la familia, esperando que la joven saliera. Orinaba en vasos y agotó la batería de su coche escuchando la radio en la oscuridad. Luis dijo que tuvo que ir a escondidas a la cuadra para pasarle corriente.
Cuando la policía por fin detuvo a la muchacha, Rodríguez corrió pero se tropezó y en su caída se rompió el pie. El Día de las Madres todavía lo tenía enyesado y andaba con muletas.
A las 10:21 de la noche se encaminó a su casa. Había regresado con su esposo y vivían en la casa anaranjada, la misma donde Karen había residido. Se estacionó en la calle y se bajó cojeando, caminaba despacio por su lesión.
Una camioneta Nissan blanca que llevaba a tres de los hombres que habían escapado de la cárcel se acercó despacio detrás de ella, según el informe policial. Dispararon 13 veces.
Su muerte encarnaba la impunidad que afecta la vida diaria en México y el gobierno batalló para reaccionar. En unos meses dos de los culpables fueron detenidos y un tercero fue abatido en una balacera.
Mientras, los que ordenaron su asesinato, que temían más su activismo que las consecuencias de matarla, siguen protegidos por el secreto.
Luis se obsesionó con saber quiénes eran. Pero hasta él había aprendido la lección que parecía dejar el asesinato de su mamá: pide justicia solo hasta cierto punto.
“No voy a cometer los mismos errores que mi mamá”, dijo.
Aunque tomó el liderazgo del colectivo fundado por su madre, el movimiento colapsó en ausencia de ella. Algunos se fueron y crearon sus propios grupos. Otros cayeron en un abismo de silencio, acallados por su asesinato.
En junio de ese año, casi un mes después de la muerte de Rodríguez, funcionarios del estado de Veracruz que seguían una pista con información que ella les había dado, arrestaron a otra sospechosa en el caso de Karen. La mujer había golpeado y torturado a Karen durante el secuestro: la colgó como un saco de boxeo y le dio puñetazos.
Después de eso, la mujer huyó a Veracruz, donde manejaba un taxi y criaba a su hijito.
Miriam Rodríguez también la había localizado.
Dos tumbas a menos de 30 metros
Luis llegó tarde al funeral, después de que la procesión atravesó las calles llenas de vecinos que veían el paso del féretro de Luciano camino al panteón. En el lugar de sepultura, una multitud rodeó el hueco rectangular y él se quedó a un lado, llorando.
Las autoridades habían encontrado el cuerpo del adolescente en octubre de este año, en una fosa poco profunda en el borde norte de San Fernando, pasando una arboleda de acacias. Los asesinos cubrieron el lugar con basura para despistar a los buscadores. Semanas antes unos voluntarios habían pasado justo por ahí y no lo vieron.
El gobierno no aclaró cómo encontró el lugar. Un funcionario dijo que los investigadores habían logrado triangular la ubicación basándose en las señales de las torres celulares.
Pero eso no parecía probable. Horas antes de que hallaran el cuerpo, la policía localizó al primo que ayudó a organizar el secuestro del joven en un hospital con un tiro en la pierna. Después fue acusado de secuestro y asesinato.
La gente de la ciudad, acostumbrada a callar y mirar hacia otro lado, observaba el cortejo fúnebre que transitaba por las calles con una lentitud que permitió que cientos de dolientes pudieran seguirlo a pie. Los dependientes de las tiendas salieron a ofrecerles agua en medio del calor de cuarenta grados.
Un mariachi tocaba mientras los deudos presentaban sus condolencias en el entierro. Las palabras de los papás hicieron llorar a la multitud, y a Luis y a su hermana Azalea en particular. Su hermana Karen estaba muerta y también su madre e incluso la amiga de ella, Idalia Saldívar Villavicencio, que había fallecido hacía poco de COVID-19.
El papá de Luciano expresó su agradecimiento. De algún modo, tenía a su hijo de regreso.
“Quiero agradecerte por ser el hijo perfecto, por traernos alegría cada día que estuviste aquí”, dijo. “Te llevas contigo nuestros corazones”.
Su mamá agradeció a todos por arriesgar su seguridad al ayudarle a buscar a su hijo. Familiares, amigos, incluso desconocidos.
“Ustedes le han enseñado a mi familia que juntos podemos defendernos”, dijo. “Tenemos que quitarnos el miedo de pararnos y levantar la voz”.
Para Luis y Azalea era difícil no escuchar el paralelo con su propia madre, sepultada a menos de 30 metros de ahí. En su momento, Miriam Rodríguez había dicho algo así y las palabras que pronunció ahora estaban talladas en una placa junto a su mausoleo.
Azalea abrazó a la mamá de Luciano por más de un minuto, llorando. Luis estrechó las manos del papá de Luciano pero apenas y dijo algo y luego se alejó limpiándose los ojos.
Al principio, Luis intentó ayudar a la familia al presentarles a un policía que había trabajado en el secuestro de Karen y la muerte de su mamá. Pero cuando sugirió usar perros entrenados para ubicar cadáveres, la familia se resintió, dijo Luis.
Eso fue al principio, antes de que estuvieran dispuestos a considerar la posibilidad de que su hijo estuviera muerto, cuando lo único que tenían era esperanza. “No andamos buscando un cuerpo”, recuerda Luis que le dijo Anabel.
Después de eso pareció romperse la confianza y Luis se fue por su lado.
Al dispersarse el gentío del funeral, Luis y Azalea visitaron la tumba de su mamá, una estructura con forma de capilla bordeada por cipreses. Karen también está enterrada ahí, junto a su madre.
Sabían que estaban entre los pocos afortunados que al menos tenían un sitio donde llorarlas. Hay tantas familias que nunca encuentran a sus seres queridos. Que Karen y Miriam Rodríguez descansen juntas era un pequeño consuelo.
Luis y Azalea estuvieron sentados un rato mientras el sol se suavizaba, rememorando de un modo que ya rara vez se permitían. El cementerio se vació pero ellos se quedaron, aferrados al instante.