Por: Almudena Barragán | El País
El desierto de Sonora es uno de los paisajes más sedientos de México. Denso y agreste, con árboles llenos de espinas y montañas rugosas, es una de las regiones donde menos llueve. El calor supera los 40 grados. Debajo de las rocas, el polvo y los cactus de dos metros, Sonora guarda un secreto. Un corazón de agua que hace explotar al desierto en el más absoluto verdor con la llegada de la lluvia. El río, que lleva su nombre, es una de las arterias principales que dan vida a Sonora a lo largo de 250 kilómetros. Desde hace cinco años también se la quita: allí ocurrió el mayor derrame de la minería en México.
El 6 de agosto de 2014, Grupo México, la minera más importante del país y la tercera productora de cobre más grande del mundo, vertió 40 millones de litros de sulfato de cobre a los ríos Sonora y Bacanuchi. El derrame afectó la vida de 22.000 personas. En el lugar del desastre hoy se levanta una megapresa de desechos tóxicos que la minera construyó un año después con el permiso de las autoridades bajo una normativa medioambiental laxa.
Osfelio e Isidro Vásquez son dos hermanos dedicados a la agricultura y la ganadería que sufrieron el desastre. Ambos pasan de los 60 años, llevan sombrero, camisa vaquera y botas de montar aunque conduzcan una camioneta Chevrolet. El bigote recortado y los ojos como dos líneas profundas. La piel curtida, llena de arrugas que parecen surcos de la tierra roja que les vio nacer.
A lo lejos ambos observan la gran presa, el monstruo que amenaza a su pueblo con una capacidad 51.000 veces superior a lo que se derramó en 2014. Otra vez la minera, propiedad de Germán Larrea —el segundo hombre más rico de México— está presente en sus vidas, si es que algún día dejó de estarlo. El 17% del PIB sonorense viene de la minería y está concentrado en unas pocas empresas, que apenas dan trabajo a los habitantes de la región.
La minera acabó con la fauna, la flora y la salud de muchos habitantes del río, a cambio pagó una multa de 1,2 millones de dólares, apenas una mínima parte de lo invertido en su nuevo proyecto—unos 187 millones de dólares—. “Mi señora me dice: ‘¿Y si un día mientras dormimos eso se revienta y nos lleva?’. En 25 minutos, Bacanuchi desaparecería bajo el agua”, comenta Isidro Vásquez preocupado. Su pueblo, de 200 habitantes, cabe 138 veces dentro de la megapresa.
No es la primera vez que Grupo México es responsable de un derrame, hace menos de un mes vertió 3.000 litros de ácido sulfúrico en el en el mar de Cortés. Su oscuro historial contaminante es extenso en México, Perú o Estados Unidos. Este periódico intentó contactar sin éxito con los representantes de Grupo México para concertar una entrevista.
En busca de justicia
En septiembre de 2018, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), resolvió a favor de los habitantes de Bacanuchi, respaldados por la ONG Poder, que la construcción de la presa violó el derecho a la participación de la comunidad. Esta sentencia obligó a la Secretaría de Medio Ambiente a explicar el plan preventivo que presentó Grupo México para hacer la obra. Benjamin Cokelet, codirector de Poder, considera que la obra debería de ser suspendida de manera definitiva por no contar con la autorización ambiental correcta cuando se construyó.
La reunión con los pobladores es un hecho sin precedentes en el derecho ambiental de México. La cuenca del río Sonora también tiene sed de justicia. Es 5 de julio de 2019, en la plaza de Bacanuchi, bajo el quiosco, un grupo de autoridades estatales y federales explican cinco años después la obra de Grupo México que pesa como una espada de Damocles sobre el río Sonora.
El calor es aplastante, como salido de una turbina. Cientos de personas venidas de los municipios afectados (Arizpe, Banámichi, Huépac, San Felipe de Jesús, Aconchi, Baviácora y Ures) escuchan a un biólogo recitar de manera monótona lo moderno que es el software con el que se diseñó la presa y lo improbable que es que haya filtraciones. “Pero si ya hay filtraciones en nuestras tierras. Hay residuos en las milpas [tierras para el cultivo de maíz] y corrientes por donde antes no había agua”, dice un joven.
“Dentro de poco estos pueblos van a desaparecer, la mina de Grupo México bebe más agua que las comunidades que estamos aquí” protesta Mario Salcido, del Comité de Cuenca de Ures. “Nos están matando en el río Sonora. En mi pueblo hay mucha enfermedad, mucho cáncer y es por el agua. Nosotros nos vamos a morir pronto, pero ¿qué pasa con los niños? Exigimos respeto al derecho de vivir y al agua”, replica el hombre.
La salud de los habitantes
“Mi hijo tiene plomo en la sangre y no nos dicen nada”, cuenta Marisol Pacheco, una de las 43 personas que firmaron el amparo ante la SCJN. Desde que sucedió el derrame, los niveles de plomo en la sangre del hijo de Marisol han aumentado un 73% y rozan cifras de riesgo para el desarrollo del pequeño, según lo establecido por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
El único seguimiento médico que recibe el niño lo realiza la Unidad de Vigilancia Epidemiológica y Ambiental de Sonora, una institución creada para atender a los afectados tras el derrame y que corre a cuenta de Grupo México. “Me dicen que el niño está bien, no les conviene decir que estamos enfermos. ¿Cómo voy a confiar en ellos si lo paga la mina?”, cuenta enfurecida la mujer.
La minera se comprometió a construir una clínica en el municipio de Ures que diera atención a los afectados , pero el edificio sigue en obras. Es el recuerdo de la opacidad que hubo en el manejo de los 104 millones de dólares que pagó Grupo México para atender el accidente a través del Fideicomiso Río Sonora.
Antonio Romo, químico de la Universidad de Sonora, insiste en que la contaminación no se ha ido del río, sino que se ha adentrado en el subsuelo y permanece en los pozos y los acuíferos. “Aunque vean el agua transparente puede haber altos niveles de metales en ella. Tienen un efecto dañino para la salud por acumulación, llega un momento en que las células colapsan y es cuando aparecen las enfermedades, el cáncer. Eso podría pasar dentro de cinco o 10 años”, explica el especialista.
Abrir el grifo en la cuenca del río se ha convertido desde hace cinco años en un peligro que afecta a los ánimos de la gente. El líquido que tiene plomo, hierro, cromo, manganeso, mercurio y arsénico y es utilizado por los vecinos para bañarse, lavar los platos, dar de beber a los animales y regar los cultivos. Sin embargo, las autoridades no comparten el estado del agua con los pueblos desde 2016.
“Nos dijeron que el agua se puede beber, pero yo les ofrecí un vaso cuando vinieron a hacer las tomas y no quisieron, ¿por qué?”, dice Marisol Salcido. La planta potabilizadora de Bacanuchi, construida tras el derrame, apenas ha empezado a funcionar hace unos meses. Cinco años después. La gente intenta no tomar agua del grifo y la compran embotellada, un gasto muy elevado para la mayoría de la población.
A Ramón Miranda, río abajo en Aconchi, algunos de sus vecinos le dicen que es el loco del pueblo por seguir luchando contra la mina después de tanto tiempo. “No estamos diciendo que no haya empleo minero, pero queremos que se hagan bien las cosas. Mi gran esperanza es el amparo de la SCJN, si yo no vivo para frenar a Grupo México, los que vengan después tendrán mi historia de lucha y la de los demás para continuar”.
Por: el País.
Publicación original: https://elpais.com/sociedad/2019/08/02/actualidad/1564764424_372442.html