“Nos decían que tomáramos mucha agua y que hiciéramos gárgaras con sal”. Sin medicamentos para aliviar el dolor, este fue el único tratamiento que recibió José Juan Prieto al contraer el coronavirus COVID-19 en un centro de detención de migrantes en Estados Unidos, antes de que fuera deportado a México tras recuperarse.
Su caso es uno de los más extremos sobre cómo ha transcurrido la pandemia en numerosas cárceles de este tipo en EE.UU., donde miles de migrantes se hacinan y el distanciamiento social es casi imposible.
En el Centro de Detención de Otay Mesa, en California, la falta de cubrebocas y guantes al inicio de la crisis sanitaria era una de las principales inquietudes de Prieto.
Su preocupación no ha resultado infundada, ya que ha sido una de las prisiones para migrantes más golpeadas por la pandemia hasta el momento, con 155 de los mil 201 casos confirmados por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) entre la población bajo su custodia.
Ocho enfermos por habitación
Cuando uno se aproxima a los exteriores de esa instalación, rodeada de montañas en una zona donde predomina el clima árido y seco, siente de entrada una sensación de asfixia, debido a las estrictas medidas de seguridad.
El vecindario tampoco es amigable: cuatro cárceles estatales y un centro de detención de menores completan una especie de complejo de máxima seguridad, al que Prieto llegó para ingresar en el centro de migrantes en enero, cuando la pandemia parecía todavía una posibilidad lejana.
Sin embargo, el coronavirus llegó a colarse tras los muros de Otay Mesa en marzo, con el caso de un guardia de seguridad que dio positivo en el test del COVID-19 y rápidamente se extendió entre el personal y los detenidos.
Sin saber exactamente cómo, Prieto contrajo un mes después la enfermedad y estuvo convaleciente durante dos semanas, antes de recuperarse y ser inmediatamente deportado a México.
La distancia social se antoja imposible en Otay Mesa, donde se comparte celda para dormir, incluso cuando uno está enfermo, y los únicos remedios disponibles son hacer gárgaras con agua y sal, y lavarse las manos.
“Había ocho camas; todas ocupadas”, recuerda sobre su convalencia Prieto, natural de Zamora, Michoacán, en una conversación telefónica con EFE desde Tijuana, donde se encuentra después de haber sido deportado.
Los momentos de mayor miedo los vivió cuando le tocó ver cómo se llevaban en camilla a algún compañero, que “ya estaba bien malo”, lo que le hizo temer por su propia salud.
Uno de ellos fue probablemente Carlos Escobedo, que el pasado 6 de mayo se convirtió en el primer migrante muerto en cautiverio después de haberse contagiado de la enfermedad en ese centro.
Ni máscaras ni atención médica
Las condiciones en los centros de detención han hecho sonar las alarmas de varios países latinoamericanos, como México, cuya estrategia se basa en exigir respeto a EE.UU.
El teléfono del cónsul de México en San Diego, Carlos González, no ha parado de sonar ante el centenar de llamadas de familiares y detenidos en Otay Mesa.
Conocedor de primera mano del panorama dentro de esos centros, González, uno de los diplomáticos mexicanos más implicados en la defensa de los migrantes, califica la situación de angustiante.
Su principal preocupación es la ausencia de respeto a los derechos humanos de los presos y al debido proceso, y enumera al ser consultado por EFE las condiciones de “alto riesgo” a las que están expuestos, como el poco acceso a máscaras faciales, compartir celda con detenidos infectados y no recibir la atención médica necesaria cuando presentan síntomas que no son fiebre.
Estos factores facilitan la propagación del COVID-19 en los centros, según el estudio “Impacto significativo en los inmigrantes y la atención médica local si las poblaciones de detenidos de ICE no disminuye”.