El famoso doctor Alfredo Ballí, oriundo de Monterrey, Nuevo León, abandonó los planos terrenales sin saber que había inspirado a un joven escritor estadounidense para crear uno de los personajes más siniestros de la literatura, y después del cine: Hannibal Lecter, protagonista de El Silencio de los Inocentes.
El encuentro entre el comunicador, llamado Thomas Harris y a quien los medios llamarían, después, El Médico Asesino, se dio por casualidad una fría tarde de 1963 en la prisión de Topo Chico en donde el galeno esperaba, paciente y ansioso, la pena de muerte que le habían dictado.
El entonces joven Harris colaboraba para la revista norteamericana Argosy y se encontraba en Nuevo León para entrevistar a Dykes Askew Simmons, un texano que había escapado de un psiquiátrico para dirigirse a Monterrey y cejar la vida de tres hermanos: Manuel, Hilda y Martha Pérez Villagómez.
El doctor Ballí le recomendó al joven periodista no entrevistar a Dykes con las gafas negras que llevaba pues “podría ver su propia imagen en ellos”, esa que tanto detestaba, debido a la marca que el labio leporino le había dejado.
¿Piensa que Simmons era maltratado por otros niños durante los recreos debido a que es un hombre con un defecto físico?, le preguntó el galeno a Harris quien le contestó que sí, que era lo común.
¿Vio usted fotos de las víctimas: las dos jovencitas y su hermanito?, le peguntó el doctor al joven periodista.
–Sí.
–¿Diría usted que eran chicos atractivos?
–Lo eran: jóvenes bien parecidos provenientes de una buena familia; con una buena educación, me lo han dicho. Pero… no está usted diciendo que ellos lo provocaron, ¿o sí?
–No, por supuesto. Pero las aflicciones infantiles hacen que las aflicciones posteriores sean fácilmente recreadas, contestó el galeno quien, al despedirse, cortésmente, le dijo su nombre al comunicador: Alfredo Ballí.
Tras el apretón de manos, Harris invitó al doctor a comer con él si alguna vez viajaba a Texas y le dio una tarjeta con su dirección. Ballí se dijo encantado y le prometió que lo haría en cuanto pudiera hacerlo.
Cuando el periodista terminó su conversación con el asesino del labio leporino buscó ávidamente al galeno con la intención de continuar su charla pero un celador le develó la verdad, que le cayó como un balde de agua fría: el doctor era un temible criminal y estaba condenado a muerte por asesinar a un hombre, cortarlo en pedazos, colocarlo en una caja y abandonado en un paraje solitario.
Cuando el comunicador le preguntó al vigilante por qué Ballí vestía de blanco y tenía la libertad de moverse no como un preso, sino como un trabajador más, éste le contestó que atendía a los encarcelados en sus malestares diarios y que era una buena persona… Más de un celador también se atendía con él, confesó.
EL CRIMEN DEL DOCTOR ALFREDO BALLÍ (DR. SALAZAR)
Era el 8 de octubre de 1959 cuando, instalado en su consultorio de Monterrey, el médico Alfredo Ballí recibió a un joven bien parecido, de modales finos, estudiante de medicina, de apenas 20 años, llamado Jesús Castillo Rangel.
El joven, el cual se rumoraba era pareja de Ballí, no volvería a ver la luz del sol… Ese día, el doctor le aplicó una inyección de pentodal sódico que lo paralizó para, después, con un bisturí, cortarle la garganta, desangrarlo y descuartizarlo.
El propio Ballí se jactaba, ya en prisión, de los cortes “perfectos” con los que descuartizó a su supuesto amante, “sin tocar hueso”, para después guardar los restos en una caja de cartón e irlos a tirar al Rancho La Noria, en el municipio de Guadalupe.
Tras confesar el crimen, el Doctor Salazar, como lo bautizó el periodista Thomas Harris, fue declarado culpable en 1961 de los delitos de homicidio calificado, inhumación clandestina y usurpación de profesión. La condena: la pena de muerte.
VEJEZ PIADOSA
Aunque el temible doctor Ballí fue la última persona en México condenada a la pena de muerte, la misma nunca llegó pues le fue conmutada gracias al gran servicio médico que brindó durante su estancia en Topo Chico.
El galeno pasó 20 años de su vida recluido y logró salir en 1981 para montar un pequeño dispensario médico (había perdido su licencia) en Monterrey, al que acudía gente de escasos recursos, algunos de los cuales eran atendidos de manera gratuita.
El viejo Ballí pasó a la historia, además de por el horrendo crimen que cometió, por su labor altruista con la gente pobre de la periferia de Monterrey. Reporteros de todo el orbe lo visitaban y escribían sobre él.
El periódico inglés The Times, por ejemplo, resaltaba el recuerdo generoso que la gente tenía de él pues se ponía la camiseta y a muchos de sus pacientes no les cobraba un solo peso… “Es una muy buena persona”, narraban de él.
La vejez acabó con el médico asesino, quien murió una gélida mañana de 2009 sin haber sabido que el crimen que cometió había inspirado a un escritor en ciernes para crear a uno de los personajes maléficos más populares de la literatura y el cine.
En 2013, cuando la novela policiaca El Silencio de los Inocentes cumplió 25 años de su lanzamiento, en el prólogo de aniversario, su autor, Thomas Harris, relató que el doctor, al que él llamaba Salazar, había sido, con la única charla que sostuvo con él, el detonador en su imaginación para crear el personaje de Hannibal Lecter.
Con información de Reporte Índigo